martes, 27 de marzo de 2012

Liberalismo y ética. La fundamentación ética de la política, según Ronald Dworkin

¿Cuánta moral puede soportar un liberal? ¿Y cuánta necesita?

Los liberales de los últimos… cuarenta años, han hecho más esfuerzos que nunca por moralizarse, o, más bien, han ido tomando cada vez más consciencia de que el liberalismo no tiene nada de moralmente exento. Si alguna vez (pero no en sus orígenes) hubo quien creyó que la esencia del liberalismo implicaba una absoluta neutralidad moral, después tuvo que admitirse que cualquier proyecto político implicaba una moral (aunque se la intentó mantener en mínimos), otros, más tarde, han sabido hacer de la necesidad virtud, o, lo que es mejor, han sabido hacer de la virtud necesidad. El liberalismo del siglo XX se ha ido, primero kantianizando y después aristotelizando (¿acabará por platonizarse?) Voy a recordar la teoría de Ronald Dworkin acerca de los fundamentos morales del liberalismo (tal como lo expone en Ética privada e igualitarismo político, Paidós, 1993). En futuras entradas me gustaría hacer algunos comentarios en torno al liberalismo.

El liberalismo parece condenado a la esquizofrenia: por una parte, un liberal es alguien que pretende ser completamente neutral respecto de los proyectos de vida de cada individuo; pero, por otra y a la vez, una persona no puede vivir sin una propia moral, y parece lo más natural que intentemos que otros vivan de acuerdo con lo que nosotros mismos creemos que hace buena a una vida. Es más, el propio liberalismo político debe tener alguna base. ¿Qué justifica al pensamiento liberal? ¿Por qué habría uno de ser políticamente tolerante? ¿Qué relación debe haber entre moral y política, en la mente de un liberal? ¿Cómo puede justificarse el liberalismo como mejor teoría política, si no es sobre una base moral?

Los intentos de fundarlo en algo pre-moral (la astucia, el interés), o en algo blandamente moral, fracasan, según Dworkin. La versión cruda del contrato no tiene fuerza categórica, porque, aunque aceptásemos sus tesis contrafácticas (o sea, que todos preferiríamos firmar el contrato, si nos encontrásemos en el estado de naturaleza que describe Hobbes) no tenemos razones para aceptar la situación política actual:

     “Un contrato hipotético, aunque esté en el interés de todos y cada uno, no es una forma menguada de contrato; no es un contrato en absoluto” (pg. 71)

Hace falta alguna base moral para nuestros principios políticos, como han reconocido, cada uno a su modo, Rawls o Scanlon, pero no pueden ser los mismos que aplicamos a la moral personal. Dworkin cree que todas las estrategias “discontinuistas” (según las cuales en lo político prescindimos de parte de nuestra moralidad) son inadecuadas, no justifican la fuerza categórica de lo político. Hay que aceptar que la política solo puede tener una fundamentación ética, y buscar ese fundamento para el liberalismo.

¿Cómo puede, sin embargo, una estrategia “continuista”, que permita deducir la teoría política liberal a partir de la ética, salvar la neutralidad política, que sería la esencia o parte de la esencia del liberalismo? Para contestar a esto se adentra Dworkin en lo que él llama “ética filosófica”.

La pregunta aquí es: ¿qué clase de bondad ha de tener una vida? La ética utilitarista nos habla de deseos satisfechos o de bienestar. Pero tenemos que resistirnos, dice Dworkin, al impulso reduccionista: el “bienestar” no es algo simple, tiene estructura. Hay que distinguir entre “bienestar volitivo” y “bienestar crítico”. El primero es el bienestar que consiste en conseguir lo que uno desea, y el segundo es el que resulta de lo que uno debería desear. Solemos desear lo que creemos que es nuestro interés crítico, pero no siempre sucede así. A veces (a menudo) no deseamos efectivamente lo que creemos que sería bueno que deseásemos. Entre un interés y otro hay un conflicto irreducible, que se manifiesta a menudo en la vida de uno.

Pues bien, el proyecto liberal, dice Dworkin, tiene que concentrarse en el interés crítico, no en el volitivo: puesto que los principios políticos son normativos, tienen que ver, no con si las personas consiguen en cada momento lo que desean (esto nunca tiene poder normativo), sino con si la situación política es aceptable para las personas que se toman en serio sus intereses críticos. Cuando estamos hablando de política estamos hablando de qué debería legislarse, no de qué nos apetece en este momento conseguir.

Es evidente que la gente tiene intereses críticos, que se manifiestan en forma de ciertas inquietudes y enigmas, tales como qué sentido tiene nuestra vida, o si nuestros intereses tienen algo de trascendente o son meramente indexados, o qué relación hay entre lo justo y el interés (el “problema de Platón”), o si la vida de uno es o ha sido buena tenga él consciencia de ello o no, o, por último, la relación entre yo y la comunidad.

Estos enigmas surgen, cree Dworkin, de que tenemos dos modelos de interpretación de lo valioso, de qué es una buena vida. El modelo del impacto dice que una buena vida se mide por su resultado final, por sus consecuencias. El modelo del desafío interpreta la bondad de una vida como algo que se puede hacer con mayor o menor destreza. Aunque ninguno de los dos modelos interpretativos es omnipotente, las éticas liberales, sostiene Dworkin, privilegian el modelo del desafío. El modelo del impacto explica por qué damos tanta importancia a personas como Martin Luther King, Mozart o Fleming, pero no explican cómo es que valoramos una vida por el simple hecho de ser vivida de manera íntegra. El modelo del desafío se adhiere a la idea “aristotélica” de que el principal valor de la vida es saber vivirla. Al tener menos en cuenta las consecuencias, es más proclive a admitir diversos proyectos de vida.

El modelo del desafío, cree Dworkin, explica mejor los enigmas éticos. Por ejemplo, para que una vida tenga significado no hace falta que dé tantos réditos como le pide el utilitarismo, o que sea elitista en algún sentido. Tiene sentido, en sí mismo, hacer las cosas bien. Respecto del enigma de la trascendencia de nuestros actos, el modelo del desafío tiende a verlos como indexados, pero esto no quiere decir que los vea como subjetivos: como ocurre en el arte, dice Dworkin, se trata de dar una respuesta adecuada, que implica “parámetros” de corrección de respuesta, siendo una cuestión ulterior (que el modelo del desafío no responde) cuál debería ser la respuesta correcta para cualquier artistas (o persona). La mayor parte de nuestras tareas en la vida son cuestión de parámetros. La propia justicia (entendida como igualdad de recursos) debe ser vista como un parámetro que hace mejor a una vida.

     “Si vivir bien significa responder de manera adecuada al reto adecuado, entonces a una vida le va peor si no puede enfrentarse al reto adecuado. Esto explica por qué la injusticia, por ella misma, es mala para la gente”.

Interpretando así la justicia, la tesis platónica de que ser justo es de interés, es muy atractiva. Nadie tendrá una vida mejor, en sentido crítico, utilizando más recursos de los justos. Aunque puede haber situaciones excepcionales, en que la injusticia posibilite una vida realmente mejor (por ejemplo, un niño que salva su vida con recursos injustos), “de acuerdo con el modelo del desafío, Platón estuvo muy cerca de la verdad”. Y, en cuanto al enigma de nuestra relación con la comunidad, el modelo del impacto, al ser un modelo referido a solo la persona, fracasa ante el dilema del prisionero, mientras que el modelo del desafío explica por qué nos sentimos miembros de un grupo, de amigos, antes de cualquier consecuencia extraíble:

     “La integración ética proporciona a veces la motivación necesaria para la racionalidad colectiva, pero no al revés”. (pg. 157)

Hasta aquí la ética liberal, según Dworkin. ¿Cómo se deduce, ahora, el liberalismo político? Si somos liberales éticos, basándonos en el modelo interpretativo del desafío, entendemos tener intereses críticos distintos, y esto nos obliga a defender una justicia de los recursos, y no del bienestar, a ser tolerantes con los retos vitales de cada uno, a ser igualitarista, y a distinguir bien entre limitaciones y gustos, compensando a quienes tienen limitaciones o minusvalías pero no a lo que resulta de los gustos de cada uno.

Todos estos rasgos, que son contrarios a nuestra ética personal, son moralmente deseables en política, porque el respeto de la vida como desafío o reto exige justicia de recursos, no de bienestar. El sistema del bienestar, de hecho, acaba con la vida como reto. Un liberal ético, a diferencia de un utilitarista o de un rawlsiano, no querría una porción grande si es injusta. Para el liberal ético, las instituciones no pueden privilegiar ciertos desafíos vitales. Las políticas no igualitaristas asientan la buena vida en algo más contingente que la persona:

     “En realidad, resulta insultante para todo el mundo un sistema político y económico consagrado a la desigualdad, incluso para aquellos cuyos recursos se benefician de la injusticia, porque una estructura comunitaria que presupone que el reto de vivir es hipotético y superficial, niega la autodefinición, que es parte de la dignidad. En el modelo del desafío, el autointerés crítico y la igualdad política van de la mano. Hegel dijo que amos y esclavos están en la misma cárcel: la igualdad abre las puertas de su celda." (pg. 179)

Creo que Dworkin se ha "tomado en serio" la teoría política, y ha llevado tna lejos o casi tan lejos como es posible la fundamentación ética de lo que podríamos llamar interesantemente “liberalismo”, es decir, la teoría según la cual las leyes tienen que garantizar que cada individuo pueda realizar su “reto” vital personal sin trabas ni impedimentos, en igualdad de oportunidades. Si Rawls, para salvar la neutralidad liberal recurría a un modelo kantiano (contractualista trascendental o formal), Dworkin lleva el liberalismo hasta donde se puede en un modelo más sustantivista o “aristotélico”, y consigue, no solo salvar la tolerancia sino justificarla éticamente de forma fuerte. Parece que más allá por el camino de una ética sustantiva, solo queda el despotismo o el totalitarismo que se atribuye a la República de Platón o al comunismo. Pero ¿es suficiente la posición de Dworkin para justificar el liberalismo, incluso entendido de una manera tan depurada?

No hay comentarios:

Publicar un comentario