lunes, 10 de febrero de 2014

¿Pudo y debió uno hacer otra cosa que la que hizo? (primera parte)

Cada vez que juzgamos lo que ha hecho alguien, incluido uno mismo, damos por supuesto que hay diferencia entre lo que ha hecho, lo que podría haber hecho y lo que debería haber hecho. Decir que uno hizo mal es decir que no debió hacer lo que hizo pudiendo haber hecho otra cosa; decir que hizo bien es decir que debía hacer lo que hizo pudiendo no hacerlo. Pero ¿pudo uno, y debió, hacer otra cosa que la que hizo?

Antes de abordar esa pregunta, hagamos dos puntualizaciones, relacionadas entre sí:
  1. Al preguntar si pudo uno hacer otra cosa que la que hizo, no estoy haciendo la pregunta por el indeterminismo físico (o el metafísico), es decir, la pregunta de si los hechos físicos (o metafísicos) que consideramos acciones de uno, podrían haber sido diferentes o bien eso es solo una ilusión: este problema (que, por cierto, seguramente no tiene nada que ver con la libertad) no se plantea aquí, porque lo que estoy proponiendo discutir, en cuanto al poder o potencia se refiere, es si en el nivel intencional (o “psíquico” o psíquico-trascendental) de la deliberación y juicio moral, el sujeto puede querer otra cosa que la que efectivamente quiere o acaba queriendo. Cuando, en lo que sigue, digamos que “uno hizo…”, queremos decir, cuando menos, lo mismo que “uno decidió (quiso…) hacer…”. Así dejaremos a un lado el problema de cómo las intenciones se materializan en hechos o acciones físicas.
  2. La exigencia de que, para poder decir que uno hizo bien, es preciso que pudiera haber hecho lo contrario, ha sido puesto en duda (H. Frankfurt): ¿no hace alguien algo bien, si eso es bueno, aunque no podría haber hecho otra cosa? Esta objeción me parece válida dirigida contra el determinismo físico o metafísico. Pero, para nuestro asunto de si se puede juzgar que uno hizo bien, al menos es necesario que fuera concebible para él hacer otra cosa, aunque fuera imposible físicamente (o metafísicamente) hacerla. No puede decirse que hice bien ayudándote si no podía siquiera concebir la posibilidad lógica de no hacerlo. De todas maneras, para evitar este problema podemos centrarnos en los casos de juicios morales condenatorios.

Ahora vuelvo a la pregunta: ¿pudo y debió uno hacer otra cosa que la que hizo, como parece imprescindible para que haya juicio moral (al menos, condenatorio)?

¿En qué consistiría eso? Que uno pueda hacer otra cosa que lo que hace, implica: a) que, dadas todas sus circunstancias concretas, uno tiene todavía dos o más cursos de acción intencionalmente posibles o, dicho más suavemente quizás, que hay todavía lugar para un acto genuino de afirmación o aserción y, por tanto, de discriminación entre lo que debe hacerse y lo que no; y b) que uno tiene (por tanto) criterios de lo que sería mejor hacer. Ambas condiciones son necesarias. Si no tiene uno concebibles posibilidades diversas, no elije: incluso si la máxima libertad se identifica, como quiere Hegel, con la máxima necesidad, esta necesidad “positiva”, a diferencia de la necesidad negativa, no es incompatible, sino todo lo contrario, con la aserción, que es lo que esencialmente caracteriza a la elección. En cuanto a lo segundo, si uno no tiene criterios normativos (valga la redundancia) de lo bueno o correcto de una acción, tampoco es un ser libre, o sea, que actúa por razones, sino, todo lo contrario, una entidad azarosa e imprevisible. Cuando decimos con propiedad que uno no hizo lo que debería haber hecho estamos diciendo que, conociendo las circunstancias, no eligió correctamente de acuerdo con las leyes de lo bueno. ¿Es esto posible?

Para evitar una primera (y menos grave) dificultad, hay que distinguir, de entre los factores que determinan que uno haga lo que hace, al menos dos: la interpretación que uno tiene o “hace” de los hechos, por un lado, y, por otro, la intención que uno tiene de qué hacer para con ellos. Que uno no hiciera lo que debería haber hecho pudo deberse, no a que no quisiera hacerlo o a que quisiera hacer lo contrario (es decir, no a su intención), sino a que no interpretó correctamente las circunstancias. En ese caso (y suponiendo que su error de interpretación no fuese consecuencia de una mala acción suya anterior) pensamos que el sujeto no tiene ninguna responsabilidad, es decir, que realmente no actuó, que no llevó a cabo una acción en aquel aspecto en que el hecho ha resultado un mal. Fue un mal involuntario, un error cognitivo, no un “error” moral. En casos así no creemos que realmente uno pudo hacer otra cosa. Solo en un sentido amoral diríamos que las cosas podrían haber sucedido de otra manera. Quizás, contra lo que pensamos en la “actitud natural”, la inmensa mayoría de las acciones que consideramos malvadas caiga en esa categoría de errores cognitivos: ¿no sacrificaban algunos pueblos a seres humanos porque tenían una errónea teoría de la realidad (no de la moral) según la cual esa era la única o mejor manera de mantener el orden universal? ¿No discriminan muchos a las personas por su sexo, raza, etc., porque creen que las características sexuales, raciales, etc., determinan las cualidades intelectuales y morales de las personas? Todo esto "se cura estudiando".

Pero parece que, aparte del acierto o error en la manera de interpretar la realidad de las cosas, hay otro factor, el propiamente moral, que consiste en qué criterios morales tiene uno y cómo los aplica. Desde luego, otra vez sería necesario distinguir entre los criterios que de hecho uno comparte (porque cree que son los correctos) y los que debería compartir, y entre cómo es el caso que los aplica (porque cree que es el modo correcto) y cómo debería aplicarlos. Para que todas las maldades no se diluyan en errores cognitivos es preciso que el sujeto sepa qué criterios principales y aplicaciones suyas son los correctos y, pese a todo, quiera aplicar otros o de otra manera. Por ejemplo, que sepa que hacer discriminación entre lo que le interesa a él y lo que le interesa a cualquiera es incorrecto pero, aún así, “dejándose llevar” quizás por una máxima egoísta, elija lo contrario. Si una “acción” semejante es siempre una conducta contra la razón, parece que tendríamos razón los intelectualistas morales al pensar que, en el fondo, todas las maldades son errores. Pero ahora vamos a suponer que esa no sea una diferencia, porque el problema que estamos tratando (es decir, la aporía de si uno pudo y debió hacer otra cosa que la que hizo) se le presenta, de hecho, tanto al intelectualismo moral como a las otras alternativas, según veremos.

Suponemos, entonces, que uno conoce los criterios morales correctos (o, al menos, que coincide con quien le juzga en cuáles creen ambos que son los criterios morales correctos), y, cuando hace mal, actúa contra ellos, contra lo que ellos prescriben, pudiendo haber hecho otra cosa dadas todas las circunstancias.
Los criterios morales tienen que ser, claro está, racionales e impersonales: un criterio que solo valiese para una acción, o que valiese aleatoriamente, o para solo un sujeto, no dejaría lugar a la distinción entre lo que se hace y lo que debió hacerse, entre lo bueno y lo malo. 

Pero, aunque son universales (o, mejor dicho, precisamente por ello), los criterios morales, como todos los criterios y todas las leyes, tienen que aplicarse a cada caso particular teniendo en cuenta las características concretas de la situación. El mismo criterio tiene que dar resultados diferentes de acuerdo con las circunstancias, al menos con las relevantes. Lo que, para que pueda hablarse de universalidad e igualdad o imparcialidad, debe conservarse de acción a acción, es que todas las diferencias entre lo que se hace en un caso y en otro se basen en los rasgos y las circunstancias (relevantes) de cada cosa y situación. Incluso si hay, como dicen ciertos filósofos, tipos de acción que no se pueden relativizar y deben aplicarse siempre igual (por ejemplo, que no se puede mentir nunca, según Kant), eso se aplica solo a todos los que son seres racionales y libres precisamente porque son iguales en eso (sí sería legítimo, seguramente, según tal concepción, engañar a un animal, puesto que no es un ser moral), aunque, a nivel concreto último, queda por determinar si este ser con el que estoy tratando es, en efecto, un ser racional o no (aunque lo parezca, o aunque sea de modo transitorio). La misma norma universal, precisamente por ser universal, debe ser completamente relativizada a cada caso: la relativización a lo múltiple es la conservación de la universalidad. Y es el sujeto que actúa en esta situación concreta quien debe hacer la concreción de la ley.

Ahora bien, en esta necesidad de relativización de la norma se presenta una aporía, que el sujeto que hace algo debe afrontar: si hay que tener en cuenta todas pero solo las circunstancias relevantes, ¿cuáles son estas y cuáles no lo son? Algunos filósofos han dicho que, por ejemplo y paradigmáticamente, son irrelevantes los lugares y los tiempos en que ocurren dos cosas que son en todo lo demás iguales. Si creo que es malo o incorrecto agredir a una persona, me tiene que parecer así suceda aquí o en Groenlandia. Lo malo, al respecto, es que los lugares y tiempos puros no existen en ningún tiempo ni lugar, sino que todo tiempo y lugar viene adherido a (si es que no consiste solo en) un cúmulo de características, que pueden deshacer la neutralidad. Seguramente no hay, por puras razones lógicas, dos puntos del universo que sean iguales respecto del interés de unos seres concretos, por ejemplo los humanos o los vivos.

Pero esta pega puede, quizás, solucionarse diciendo que lo que es irrelevante, a la hora de aplicar una norma moral a cada caso particular, es qué sujeto sea el que esté aquí y ahora o allí y luego. Se requiere que sea una aplicación impersonal, sin un Yo concreto. Sería, entonces, el concepto de Yo (y, seguramente por tanto, tú, etc.) el que habría que excluir como relevante para un juicio moral. Al fin y al cabo, Yo es el concepto de lo más impersonal que hay… como le pasaba, por otra parte, a sus primos hermanos “aquí” y “ahora”, de modo que sería irracional darle relevancia… Pero, ¿no pasará con Yo como con sus primos hermanos?

En seguida parece reaparecer una nueva cara de la misma aporía: ¿nuestras valoraciones y acciones tienen que guiarse por criterios completa y solamente impersonales? ¿No tenemos, acaso, una responsabilidad especial por lo que se refiere a nosotros? ¿Es, de verdad, totalmente irrelevante para la moral el concepto de Yo? ¿No es, al contrario, el concepto de Yo algo totalmente relevante para la concreción de una ley? ¿No será el egoísmo completamente racional, incluso en el sentido de que es totalmente razonable la máxima universal de que cada uno se ocupe de lo suyo: no de un Yo abstracto, sino de aquél que está en el mismo lugar que está precisamente él ahora mismo? ¿Tengo, por ejemplo, que salvar indistintamente a mi hijo o a otro?

Quizás de lo que se trata es de que, en cada caso, actúe de tal manera que, desde mi lugar en el mundo, gestione lo que considero que es lo impersonalmente bueno. Pero, nuevamente, ¿hay lo impersonalmente bueno? Y, suponiendo que lo haya, ¿por qué debería yo encargarme de lo impersonalmente bueno, siendo como soy una persona concreta? ¿En caso de que los intereses del Todo entren en conflicto con mis intereses personales, tengo que elegir simplemente los primeros? ¿No es incluso más razonable que elija los segundos, y que sea Dios, o quien sea que carezca de una incardinación particular en el mundo, quien se ocupe de los intereses universales?

Toda esta clase de dificultades proceden de la naturaleza dialéctica del Sujeto (y de la realidad entera): Un ser capaz de valorar y elegir una acción, es, por una parte, un ser completamente particular e individual situado en unas circunstancias absolutamente concretas (no hay acción en general) y, a la vez, por otra, un ser con la capacidad de aplicar criterios o normas universales. Sin estos dos elementos, no hay juicio ni acción posible.

Quizás lo mejor sea intentar sintetizar ambos requerimientos contradictorios, y buscar la mayor armonía posible. Quizás en el caso ideal, que puede servir de ideal regulador o de finalidad última, todos los auténticos intereses particulares son coherentes e incluso complementarios, de manera que existe un único fin total. Pero es parte esencial de ser un sujeto particular, sin un conocimiento completo, el no ser completamente capaz de concebir esa armonía, y encontrar conflictivos sus intereses legítimos con los de otros. En él mismo se da el conflicto entre el requerimiento de juzgar universalmente y el de atender a su vida concreta.

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Estos problemas hacen muy difícil, si posible, juzgar si uno hizo mal o no, es decir, si sabiendo bien lo que tenía que hacer, hizo otra cosa. Pero, en cierto modo, todos ellos son “problemas técnicos” respecto de la cuestión que nos estamos planteando, es decir, si uno pudo y debió actuar de otra manera que como lo hizo. Supongamos, pues, (lo que, de todos modos, es mucho suponer) solucionadas de alguna manera todas estas aporías, y que, aunque sea inconscientemente, el sujeto “sabe” lo que es bueno. Sigue siendo vital, para el juicio de si uno debió hacer algo diferente a lo que hizo, distinguir entre estas dos cosas: a) lo que sabía que era una aplicación correcta de los principios que creía correctos a la situación (al menos tal como la interpretaba él), y b) lo que efectivamente eligió hacer uno, es decir, no aplicar los principios que creía correctos a la situación.

Entonces, ¿pudo uno creer que debía actuar de otra manera que como acabó creyendo que debía actuar? ¿No es, no solo física o metafísicamente, sino también intencional, psicológica o moralmente imposible querer de otra manera que como, dadas todas las circunstancias, quiere o acaba queriendo uno? Es decir, si estuviésemos en la situación completa de ese sujeto, incluidas sus preconcepciones e incluidos todos los detalles de su situación, ¿habríamos elegido otra cosa? ¿No es verdad que, cuanto más nos acercamos al conocimiento de lo que fueron las circunstancias de uno, más comprendemos por qué no “tuvo más remedio” (no más remedio físico, sino más remedio moral) que elegir lo que eligió? ¿No ocurrirá, entonces, que la completa concreción y relativización que hace el sujeto, elimina toda posibilidad de hacer e incluso deber hacer otra cosa que la que se hace?

Si esto fuera así, los juicios morales (al menos los condenatorios) serían siempre fruto de la abstracción, del desconocimiento de las circunstancias. ¿No es por eso por lo que se dijo que no se juzgase, que solo un Dios que viese en lo oculto, podría hacerlo? Kant mismo, seguramente el más grande defensor de que hacemos el mal, reconocía que nunca podemos tener certeza de si hemos actuado moralmente. ¿Y si en el infierno no hay nadie?

Algo muy fuerte se resiste en nosotros a aceptar esto: ¿de verdad que los que arrojaron niños vivos a los hornos crematorios nazis eran inocentes, no hicieron mal dadas sus circunstancias ni debieron hacer otra cosa, y que juzgarlos y condenarlos es incurrir en una abstracción? Aunque… el hecho de que tengamos que recurrir a ejemplos tan terribles, y no nos baste con el más leve de los daños, quizás demuestre que no es precisamente una consideración racional y desapasionada la que pretende juzgar ahí…

Pero ¿no tenemos en nosotros mismos la experiencia, habitual incluso, de juzgarnos y condenarnos, y entonces arrepentirnos, pagando con un dolor mayor que cualquier condena exterior? Sí, pero ¿somos jueces justos, de aquel que fuimos, ahora que estamos en otras circunstancias diferentes a aquellas en las que él estuvo? ¿No es algo miserable arrepentirse, en el sentido de autocondenarse? ¿No es más inteligente comprenderse y perdonarse…?

Para ver que esta aporía afecta igual a un intelectualista moral, comparémoslo con lo que pasa en el conocimiento. Los juicios psicológicos acerca del conocimiento suponen que existe algo que es el error, es decir, que el sujeto cognoscente creyó que no debió creer, pudiendo haber creído otra cosa. Pero ¿pudo uno, y debió, comprender o interpretar las cosas de otra manera que como las interpretó? Hay un sentido en que esto es imposible: si tenemos en cuenta todo (su perspectiva, sus conocimientos previos –incluidas sus creencias sobre los criterios de lo que es una buena creencia-, su estado de atención, etc.) cada uno ve exactamente lo que ve, y no puede ver otra cosa. En este sentido, nunca hay error y cada uno es la medida de todas las cosas. En cada momento ocurre todo lo que tenía que ocurrir y cada uno cree lo que tenía que creer. Pero este “tenía” que no es un tener-que epistemológico-prescriptivo, sino la mera necesidad metafísica bruta. Decir que uno ha cometido un error (aunque lo diga uno de “sí mismo” –en otro momento-) ¿no implica siempre, entonces, la abstracción de que las cosas podían ser, de alguna manera, diferentes de lo que fueron?


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¿Será esta la verdad verdadera: que no hay más que perspectiva y que toda creencia es, en sí, “correcta” y no hay posibilidad de error? Esta es la Verdad de Protágoras, la que se discute en el Teeteto como primera definición de lo que es saber, y que, efectivamente, deja sin lugar al error y al no-ser. Nietzsche dijo que podemos definir “nuestro tiempo” muy sencillamente: somos protagóricos. En las antípodas de Parménides, para el que solo hay una perspectiva correcta… Paradójicamente, el parmenideismo excluye también al no-ser, aunque por el motivo contrario. ¿Será el absoluto perspectivismo, más allá del bien y del mal, la auténtica emancipación, emancipación del juzgar y de la abstracción, que serían lo mismo?

Continuará

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